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¡Un abrazo!

Carta abierta de un atlético que no verá el Barça-Madrid

Decía Bill Shankly que si alguna vez viese al Everton jugando en los jardines de su casa lo que haría sería correr las cortinas. Precisamente eso es lo que yo haré el domingo por la noche, cuando los únicos dos equipos de todas las galaxias, conocidas y por conocer, salten al césped. Cuando millones y millones de compradores potenciales de camisetas estén pendientes del primer partido del siglo de este año. Cuando las deslumbrantes estrellas del papel couché (y del papel estraza) se disputen, muy bien peinadas, el cetro virtual de mejor equipo de todos tiempos. Pretéritos, presentes y futuros. Cuando los focos subrayen en cámara lenta los pliegues de esa inquietante personalidad que esconden ciertos multimillonarios malcriados. ¿Por qué? se preguntará el atribulado lector. Pues porque, al igual que Bill Shanky, uno también es aficionado al fútbol. 

Lo haré porque mientras la humanidad al completo (y parte del reino animal) lleve días obsesionada con el efecto orgásmico que producirá la observación directa (o través de pantallas de plasma) de los tríceps perfilados de un señor portugués o la caída de ojos de un muchacho argentino, los aficionados al fútbol habremos ya disfrutado mucho a esas horas. Para entonces Arda Turán habrá dejado otra genialidad de las suyas, es probable que Bueno haya metido otros cuatro goles en 20 minutos o que hayamos asistido a la enésima reinvención exitosa del Málaga. Puede que Nolito o Lafita o Carlos Vela hayan vuelto a tirar de talento, Barral siga echándose el equipo a la espalda o que hayamos tenido la oportunidad de aprender con Aduriz lo que es ser un delantero de otros tiempos. Seguramente antes de las 9 el Sevilla habrá dado otra lección de lo que es hacer un contraataque y Sergio García de lo que es ser un jugador con tanto duende como mala suerte. Habremos sufrido la agonía de Granada, Almería o Deportivo por agarrarse con, alma y corazón, a seguir sobreviviendo en la máxima categoría y asistido a otra exhibición de Parejo. El Villarreal nos habrá seguramente obsequiado con otra demostración práctica de lo que es ser un club bien dirigido, el Córdoba de lo que es tener una gran afición y el Eibar de lo que es el fútbol. 

Pero nada de eso habrá ocurrido el domingo por la noche. Ya lo verán. Es algo recurrente. Para el mundo civilizado, ese que respira bajo la jurisdicción del Ministerio de la Verdad, para los trillones de peones del engranaje que se alimentan exclusivamente de tertulias monolíticas y verdad precocinada, para los que alquilan paquetes de felicidad suministrados en grandes superficies, no existirá mayor realidad que aquella, coloreada y plastificada, que marca el partido del siglo. Desgraciadamente los periódicos del día siguiente (especializados o no), los telediarios, las tertulias radiofónicas, las televisiones (públicas o privadas) y hasta la crónica del corazón las les darán la razón. 

No cuenten conmigo. Consciente o inconsciente, por activa o por pasiva, acabaré en cualquier caso enterándome de lo que ocurra en ese momento de momentos pero prefiero declararme insumiso. Ya se encargará el sistema de metérmelo con calzador por algún sitio, como si de un ganso al que quieren enfermar el hígado para hacer foie se tratase. Aun sabiendo que no es más que un intento absurdo de endulzar el mar a base de cucharadas de azúcar, me resisto a participar de una pantomima que me desprecia a mí y al resto de habitantes de la periferia mediática. Si los poderes fácticos que dirigen el dinero del deporte han decidido convertir la Liga española en una sucesión de partidos de los Harlem Globetrotters en la que dos versiones de la misma franquicia se enfrentan, con superioridad y desprecio, contra “los demás”, yo decidió ir con “los demás”. 

Adoró el fútbol. Sus conexiones sociológicas, su capacidad de trascender y ese poder que tiene para hacer que adultos, sensatos, inteligentes y serenos, sean capaces de ponerse a gritar, cantar, abrazarse y reír en mitad de una noche gélida mientras se disputa un partido de Champions o un domingo a las 9 de la mañana en un colegio público del Puente de Vallecas. ¿Cuántas cosas en la vida son capaces de provocar lo mismo? Adoró los cánticos de las gradas de Celtic Park pero también beber Glühwein minutos antes de perderme entre la nutrida y sonora afición del Union Berlin. Me gusta entender la rivalidad entre el Željezničar y el FK Sarajevo o cartearme con aficionados del Utrecht. Disfruté mucho jugando en el Cotorruelo o el Estadio de Las Margaritas. Adoro la camiseta del West Ham y del Sporting de Portugal, pero también las del Sabadell o la del Sestao. Adoro haberme echado un amigo argentino por saber, gracias al fútbol, donde está la ciudad de Sarandí. Voy a ver al CD Sotillo cada vez que tengo la oportunidad y miro de reojo las andanzas del Sheffield United. Les aseguro que todo esto es fútbol y que poco o nada tiene que ver con el grandioso espectáculo que acontecerá el domingo por la noche y que, lejos de engrandecer este bendito deporte, creo que lo que provoca es que nada más pueda crecer a su lado. 

Como decía el mismo Shankly, algunos creen que el fútbol es una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso.


 (Publicado el 19 de marzo de 2015 en Yahoo Deportes/Eurosport)

Un señor francés

A veces, gracias probablemente a los agentes que especulan con la información o a esa corriente contemporánea que reduce la vida a un sencillo catálogo con dos únicas opciones (supuestamente antagónicas y que en el fondo son la misma), olvidamos que el fútbol es un deporte que se juega en una superficie real. Que, en contra de lo que pueda parecer, no ocurre en un servidor virtual en la nube al que accedemos mediante tarjeta de crédito, a través de una pantalla de plasma y mientras abrazamos una cerveza industrial en el salón de casa. Ayer, después de haberse clasificado por segundo año consecutivo para disputar los cuartos de final de la Champions league, el entrenador del Atlético de Madrid decía que ellos no entrenaban una tanda de penaltis sencillamente porque es absurdo. Porque no es lo mismo disparar a puerta rodeado de un montón de sillas vacías (o de árboles, que fue exactamente la metáfora que utilizó) que hacerlo ante la atenta mirada de 55000 seres humanos que chillan y que te hacen ser consciente de que es en tus pies (en tu cabeza, realmente) donde está la posibilidad de llevarles a la felicidad o a la miseria. Lo ves. Lo sientes. Y duele. Es una sensación tan evidente que al que está allí le resulta fácil entender que se te puedan encoger los isquiotibiales y acelerar el flujo sanguíneo. 

El Atleti ganó ayer al Bayer Leverkusen en un partido feo, áspero que supongo debió ser un suplicio para el espectador medio, neutral, adoctrinado y aséptico, que lo vio desde casa haciendo zapping. Yo les aseguro que lo viví desde la grada con el corazón en el paladar y que lo disfruté como pocas cosas en la vida me hacen disfrutar. 120 minutos que se me pasaron como una exhalación y que acabaron con un golpe de alegría que me alimentará bastante más que las tres comidas reglamentarias de cualquier otro día. Eran casi las doce de la noche de un vulgar martes de un vulgar marzo y yo, a mi edad, estaba allí, saltando y gritando, con una sonrisa que desfiguraba mi cara, mientras me abrazaba espontáneamente a un señor francés, que no conocía de nada, pero que estaba sentado a mi lado. Ayer, cuando salí del Calderón, lo primero que pensé fue en toda esa pobre gente que es incapaz de disfrutar de esa manera del fútbol (y seguramente de nada). Sentí mucha lástima por ellos. Hay muy pocas cosas en la vida que le permitan a un tipo adulto, solvente y sensato, poder sonreír, gritar, cantar y abrazarse a un desconocido señor francés a las 12 de la noche de un martes de un día cualquiera. 

En partidos como este, sinceramente, creo que el análisis táctico y deportivo queda en un segundo plano. Simeone sorprendió a propios y extraños con la incursión de Cani en la alineación titular. Algo que salió radicalmente mal pero que podía haber salido bien. La idea era tener más calidad. Más fútbol. Mayor posibilidad de un pase entre líneas cuando la intención es la de jugar mucho tiempo en campo rival (defensa adelantada, presión muy arriba,…). La realidad es que el Leverkusen (que sospechosamente se parece mucho al Atleti) no dejó a los de Simeone desarrollar el plan. Arriesgó poco, presionó la salida de balón y apoyado en la connivencia del árbitro, fue capaz de frenar, por las buenas o por las malas, cualquier intento de dar dos pases seguidos. Con esas premisas el partido fue una partida de ajedrez en la que nadie quería perder una sola posición y en la que el miedo a un gol, sobre todo por parte de los colchoneros, hizo que todo lo demás estuviese atenazado. Eso y la racha de las últimas semanas, no nos engañemos. Arda no tuvo su día, Cani fue una anécdota, Griezmann no fue capaz de sacar la cabeza entre un bosque de piernas alemanas y Mandzukic, pasado de revoluciones y metidísimo en el partido, se peleaba con todos, demostrando una vez más lo injusto que es hoy meterse con su profesionalidad. Afortunadamente Koke seguía siendo Koke en el mediocentro y el eje de atrás Mario, Gimenez y Miranda, estaba fuerte y concentrado. Mario hizo un gran partido y Gimenez volvió a demostrar que es ya una realidad. 

El Atleti hizo el 1-0 en una de esas jugadas típicas de acoso, con segunda llegada y tiró desde la frontal. Podía haberlo hecho en cualquier de los miles de saques esquina que se habían derrochado pero hubiese sido más difícil a través de un juego que no conseguía aflorar. Aún así, creo que el gol hacía justicia. El equipo colchonero era el que más había expuesto y el que más había intentado jugar. También lo sería a partir de ese momento y hasta el final de los 120 minutos. Supongo que a nadie le hubiese extrañado que la eliminatoria se hubiese ganado antes, en una llegada de Mandzukic que, de forma incomprensible, se durmió a la hora de rematar o en algún latigazo de Raúl García en la segunda parte. Pero no ocurrió y tuvimos que recurrir a la épica injusta de los penaltis. Una épica que culminaba el guión de película independiente europea que había sido la lesión primero de Moyá (que hizo entrar a Oblak) y de Mandzukic después (que aceleró probablemente la presencia de Torres). Lo primero sirvió para dar la oportunidad de aparecer al portero esloveno y tener un papel protagonista (paró el primer penalti después de que Raúl García hubiese errado el suyo). Ojalá sea el principio de algo grande para el cancerbero. La segunda lesión sirvió para demostrar (otra vez) la entrega, coraje y corazón de un jugador que yo siempre querré tener en mi equipo: Mandzukic

La prorroga había dejado claro que el Leverkusen estaba físicamente muerto, pero los alemanes aguantaron con oficio y decidieron encomendarse a su portero, que por cierto es muy bueno. Pero allí estaba el nuevo Atleti. El de Simeone. El que se ríe de aquel mal sueño de “el pupas”. El que no admite la derrota en su abanico de posibilidades. El que siempre mira de cara y siempre sabe que puede ganar. El que gana. El que ganó. Teniendo la cabeza más fría y metiendo más penaltis que su rival. Y el Vicente Calderón estalló en un rugido ensordecedor que se escuchó en todos los rincones de los barrios limítrofes y que hizo vibrar las vísceras de los miles de colchoneros que, con el alma, también estaban allí sin estarlo. Y yo salté y grité y me abracé llorando a un señor francés que estaba a mi lado. 

El Atlético de Madrid vuelve a estar entre los ocho mejores de Europa. El resto me da igual. Especialmente los análisis fríos y calculados de los que ven el mundo a través de un profiláctico.

@enniosotanaz

Por alguna razón

Todos hemos asistido a cenas en las que, con las mismas personas, unas veces son fantásticas y otras un suplicio. Todos hemos ido de vacaciones con amigos del alma que, a la hora de convivir, han resultado ser un inesperado drama. Todos hemos tenido esa sensación de que en un momento dado cierta combinación de personas, por alguna razón, no está funcionando. Abducidos por los chistes y los exabruptos de los gurús del micrófono o las soflamas individualistas de los petulantes de la pluma, estamos empezando a olvidar algo esencial: el fútbol es, sobre todo, un deporte de equipo. Y un equipo no es coleccionar figuras de cera que se colocan en un lugar preciso del tablero sino conseguir que las conexiones entre esas figuras transciendan más allá de las individualidades respectivas. No es tan fácil. Mientras que a veces dos estrellas son capaces de anularse mutuamente, otras veces vemos como dos tipos normales acaban formando un gran conjunto. De esa forma, gracias a Dios, en los deportes de equipo no siempre gana el que corre más, el más fuerte o el que la pega más rápido. 

El Atleti ha empatado en el Calderón frente al Valencia un partido que era clave no solo para fijar los ánimos en la parte alta de la tabla sino para acabar con una dinámica de malos partidos y malas sensaciones con la que desgraciadamente tendremos que seguir lidiando. Personalmente no vi mal al equipo ni tácticamente (creo que gana el Atleti a los puntos), ni en intensidad (volvimos a ver retazos de la mejor versión de Gabi o de esa presión poderosa de antaño), ni tampoco en contundencia defensiva (el rival llegó una vez). Sí eché de menos algo más de fútbol, pero eso ni es nuevo ni es exclusivo de esta temporada. Reduciendo mucho las cosas, el Atleti empata el partido porque en la portería tiene un portero que comete uno de esos errores que no se puede permitir un equipo que pelea por títulos. Moyá es un tipo encantador al que me encantaría que todo le saliese bien en mi equipo (porque además creo sinceramente que se lo merece) pero no me parece un portero que marque diferencias. Especialmente inseguro en las salidas y los balones por alto, el error que ocasiona el empate del equipo Che es grave por sí mismo  pero mucho más pensando en el futuro. Es ese tipo de errores que provoca el pánico entre los compañeros y que genera falta de confianza en la defensa. Lo he dicho muchas veces antes de hoy, la gente que me conoce lo sabe, para mí la principal diferencia entre los equipos del año pasado y el de este está en la portería. El resto puede corregirse con imaginación o táctica. Esto no. 

Pero no quiero quedarme en eso. Podemos buscar el diagnóstico del Atleti actual enfocando la vista en jugadores que no están, en otros que están pero como si no, en desequilibrios de gestión de plantilla o en errores de bulto (que de todo eso hay) pero no estaré siendo honesto. Para mí el quid de la cuestión está flotando más arriba. Cada uno tendrá su explicación lícita y concreta pero yo prefiero analizarlo desde la perspectiva de las sensaciones. Cuando el año pasado nos parapetábamos en el área para defender un resultado (lo hicimos muchas veces aunque ahora existan indignados de nuevo cuño que parecen haberlo olvidado) personalmente, por alguna razón, tenía la sensación de que nadie nos podía meter un gol. Ayer tuve la sensación contraria. Cuando el año pasado nos empataban a falta de quince minutos, por alguna razón, yo tenía la sensación de que remontábamos el partido. Ayer tuve precisamente la sensación contraria. De hecho estoy convencido de que si el Valencia, que resultó decepcionante en lo que respecta a la ambición, hubiese ido entonces a por el partido lo hubiese ganado. Podemos hablar de jugadores o de tácticas, sí, pero creo que hay algo más. El Atleti ha perdido el duende. Esa mirada en los jugadores que transmitía a la grada la sensación de que todo era posible. Ese balón que entraba por la escuadra y ahora pega en el larguero. Ese convencimiento de que el próximo córner era gol seguro y ahora temes para que no te hagan un contrataque. La absoluta certeza de que aun pasándolo mal en el área por el acoso del rival, el partido se iba a ganar (y se ganaba) mientras que ahora crees que en cualquier momento te van a hacer gol (y te lo hacen). Es probablemente injusto que ocurra pero es así. Ayer Simeone alentaba a la grada, más de lo normal, en el momento más crítico del partido que es precisamente cuando nunca ha hecho falta que a la grada colchonera le dijeran lo que tiene que hacer. Ayer fue diferente. La grada estuvo fría desde el principio a pesar de llenar el estadio. Dato más significativo y preocupante de lo que parece y que tampoco habla muy bien de los que estamos allí sentados. Por alguna razón el equipo no estaba transmitiendo, eso lo notábamos todos, pero si nos decimos una afición diferente es por tener la capacidad de llevar la iniciativa en estas circunstancias. Quizá es que nos hemos emobrrachado de éxito, no lo estamos sabiendo digerir y todo esté empezando estar demasiado desquiciado.

Creo totalmente en Simeone y estoy convencido de que todo esto no es más que un episodio pasajero del que saldremos, pero tenemos que ser consciente de donde y como estamos. También de quienes somos. No creo que debamos agarrarnos a fuego a los datos positivos (el objetivo es ser terceros, estamos todavía por arriba, bla, bla,…) ni abrirnos en canal las carnes añorando tiempos mejores (Courtois era mejor, Siqueira no vale, lo de Mandzukic no lo veo, bla, bla, bla,...). Tampoco nos hace ningún bien parapetarnos en debates retóricos sobre los objetivos reales del Atleti o los fichajes del año que viene. El Atleti es mucho más importante que eso y nos necesita en estado puro. Tenemos un problema de confianza que hay que solucionar y ese será el principio de lo que venga después. Hasta entonces, olvidémonos del resto.

Mirando al dedo

Existe un proverbio, muy utilizado últimamente en tertulias de medio pelo, que dice algo así como que cuando un sabio señala al sol, el necio se queda observando al dedo. Denle la vuelta, hagan un ligero ejercicio de abstracción y se toparan con algo mucho más cercano: partido a partido. Parece mentira que después de años de convivir con el Atleti de Simeone y, sobre todo, después de muchos años conviviendo con la mediocridad de otros tiempos, existan todavía amplios sectores del colchonerismo que no hayan entendido nada. El Atleti es un equipo que tiene que salir a ganar todos los partidos, sin excepción, pero que no puede abrirse las venas hasta desangrarse por perder justamente o, menos todavía, por no ganar la liga. En más de 100 años de historia este equipo creo que sólo un par veces ha sido capaz de ganar la liga 2 años seguidos y por supuesto siempre ocurrió en años en los que las diferencias entre los equipos no eran tan abismales como lo son ahora. Ganar la liga es un puto milagro y si se consiguió el año pasado fue aislándose de las estupideces mediáticas para agarrarse con el corazón al concepto de competir cada partido como si fuese el último. Al margen de premios mayores. Como si no hubiese mañana. y no era palabrería (yo estaba allí) sino la realidad. Una realidad que se hizo religión. Nos lo enseño Simeone y sinceramente, creo que no hay otra forma de ir por la vida siendo del Atlético de Madrid. 

El empate contra el Sevilla no sé si es malo o bueno, pero es lo que es. El Atleti no está bien. Está atravesando una pequeña crisis de identidad provocada por la sobreexcitación de los rivales, las bajas internas y los malos resultados y eso hace que el equipo no sólo no esté fluido (eso ya ha pasado otras veces) sino que sea incapaz de tener la seguridad necesaria como para creer en el plan. El equipo saltó al césped del Sánchez Pizjuán (estadio en el que todavía no ha ganado nadie este año y por algo será) con todo esto en la cabeza y Simeone no quiso arriesgar a que la herida pudiese hacerse más grande todavía. Se aisló de los cantos de sirena para ceñirse a la realidad concreta de ese día. Consciente de los desastres de Vigo y Leverkussen sacó una alineación extraña y controvertida con la única intención de hacerse fuerte y no recibir más daño. Lo consiguió, a duras penas, pero lo consiguió. A costa de renunciar a soñar, de jugar al fútbol y de ganar el partido por méritos propios, pero lo consiguió. Hasta la salida de Torres el equipo fue menor. Hermético, totalmente replegado, plano, sin salida y obsesionado por ocupar el espacio. Ni siquiera defendió especialmente bien pero al menos por acumulación consiguió atenazar a un Sevilla con buenas trazas, muy bien ordenado pero timorato. Los hispalenses tuvieron ayer una oportunidad única de haber destrozado a un rival al que tienen ganas pero su controvertido entrenador, como tantas veces, prefirió ser prudente. 

El último tramo de la segunda parte, gracias sobre todo a Fernando Torres, dio alguna oportunidad al Atleti de haber podido marcar algún gol pero no creo que hubiese sido justo. Tampoco que lo hubiese marcado el Sevilla, que sin llegar con demasiada claridad también pudo hacerlo, pero que, aun reconociendo que los sevillanos expusieron más y jugaron mejor, tampoco hubiese puesto justicia a lo que pasó en el césped. Habrá quién vea el empate como bueno porque de esa manera mantienes una distancia de seguridad con un rival directo como el Sevilla y sigues por encima del Valencia. Habrá quién lo vea malo porque de esa manera te alejas del título de liga. Yo prefiero no verlo de ninguna de las dos formas. Me preocupa más el equipo. Quiero que recupere las sensaciones, que vuelva a creer y que encuentre la palanca definitiva que diluya esa espesura de juego en la que nos movemos desde hace semanas. Quiero volver a disfrutar viendo los partidos del Atleti y quiero volver a estar seguro de que ganamos el siguiente partido. Para mí no es un problema de puntos sino de sensaciones porque la sensaciones nos traeran los puntos. Por eso no me apetece perder el tiempo entrando en debates de tabloide sobre objetivos, éxitos y fracasos. No pienso preocuparme de mirar al dedo cuando no tengo nada claro dónde está el sol.